jueves, 3 de junio de 2010

EL VENDEDOR DE FRESAS

Cerró los ojos y dejó volar la imaginación, ¿qué es lo que más te gustaría vivir en este momento? Cientos de pensamientos acudieron a su cabeza como las palomas lo hacen cuando alguien les trocea migas de pan. No era algo normal, no veía dinero, no veía lujo, no veía chicos guapos, no veía un trabajo maravilloso; solo apareció una imagen: una puerta entreabierta.

Era la misma puerta que había cerrado años atrás y que nadie había conseguido abrir; tenía candados, dobles cerraduras y pestillos, una seguridad que más quisieran en la Casa Real. Llamaban a la puerta pero siempre había mirilla, por eso ella nunca abría.

La última vez que abrió le querían vender una enciclopedia y ella ya estaba bien curtida de libros. Recuerda la primera vez que la abrió: vendían fruta, fresas para ser más exactos. Esas fresas tenían muy buena pinta: rojas, carnosas, grandes. El vendedor se las hizo probar y ella, sin duda, las compró. No compró medio kg, ni un kg, ni dos ni tres. Pidió al vendedor que le diera todo el cargamento que llevara en ese momento y que, por favor, siguiera viniendo día tras día. A partir de entonces, las fresas no faltaban en su casa. Ella abría la puerta siempre al mismo vendedor, solo a él, no quería serle infiel. Venían otros ambulantes con distintas frutas, pero ella era mujer de palabra y quería seguir comiendo de esas fresas por siempre.

Un día el vendedor no llamó. Ella estuvo todo el día esperando en la puerta por si no funcionaba el timbre. Él no llegó. Al dia siguiente llegó, pero sólo con la ración de fresas de ese día, no traía las del día anterior. Pasaron tres días y el vendedor no acudió. A partir de entonces, ella siempre esperaba la llegada del vendedor, pero éste solo venía cuando podía. Había conocido nuevas clientas.

Pobre de ella siguió esperando y esperando hasta que un día el vendedor le dijo que no volvería con las fresas porque se le habían acabado. Había sido una mala cosecha y no tenía qué ofrecerle, pero le prometió que en el momento en el que nacieran de nuevo, volvería. Ella siempre esperó. Pasaban los días, los meses, los años. Nunca volvió y esa puerta jamás se abría. Llegaban con melocotones, sandías, melones, todo tipo de fruta; ella ya no abría la puerta, siempre miraba por la mirilla por si era él con las fresas pero no, no lo era.

Un día llamaron a la puerta con un cargamento de fresas. Corriendo abrió la puerta, pero no era él. En menos de lo que dura un suspiro, la puerta ya estaba cerrada. Al día siguiente pasó igual, pero esta vez ella no abrió. Así pasaron días, semanas. Un día, sin saber por qué, no llamaron a la puerta, pero sí entraron porque la puerta estaba entreabierta.